Historia de
Juanjo. Capítulo 1
Sus
ojos estaban casi pegados al cristal de aquella ventana, rota y sin
arreglar. Exactamente igual que su alma. Su cabeza no paraba de
pensar en dos cosas, su marido y su hijo. En maldita hora conoció a
ese mal hombre que le dio tan mala vida. Existía un hijo entre
ambos, fue buscado pero fue más fruto de una especie de salvavidas
para la relación que al final no salvó nada. Pero el hijo ya era
una realidad así que siguieron adelante con todo. Mala decisión a
posteriori, todo se ve tan fácil a posteriori ¿verdad?. Los dos,
hijo y padre, se llamaban igual, Juan José.
De repente,
había empezado a llover a mares. Ella en el fondo sabía que su
marido no tardaría mucho en llegar ya que a esas horas los bares de
la zona estaba al cerrar. Aquellos ojos tan bonitos, pegaban a la
perfección con esa cara de ángel. Su figura ya no es, para nada, lo
que fue pero aún conservaba el toque mágico para derretir a lo
hombres. Una pena que no pudiera olvidarse ni por un segundo de su
vida y sus obligaciones maritales. De lo contrario, habría aceptado
a alguno de sus pretendientes. Su rostro estaba rojo, cómo de haber
estado llorando. Mucho.
La mal
llevada y llamada historia de amor empezó, inocentemente hará unos
veinte años. Dolores no contaba con apenas veintidós años por
aquél entonces. En un pequeño pueblo a las afueras de Madrid había
acabado trabajando. Sirviendo en la casa de unos señores de la alta
sociedad madrileña. La familia Gómez-Luque, famosos en toda España
por poseer la mayor fábrica de quesos del país. Dolores, en primer
momento, pidió trabajo en la fábrica pero quedó la vacante libre
de asistenta y la aprovechó.
De ocho de
la mañana a tres de la tarde, dos horas para comer y hasta las diez
de la noche, sin descanso ni paz, era la jornada laboral de Dolores
en esa casa. Un día libre, de los pocos que tenía Dolores, lo gastó
en irse a bailar con unas amigas. Sirvientas de casas de los
alrededores a la suya. Se juntaban diez chicas de edades entre los
veinte y los treinta años y muy monas además. Todas juntas eran el
terror de los chicos del pueblo, lástima que ninguno era lo que
buscaba Dolores. No había ni uno que no hubiera sucumbido a los
encantos de alguna de las jóvenes. Decidieron ir al cine antes de ir
a bailar. Nada mejor que ver una película de terror antes de salir a
bailar y si se tercia, ligar. Allí, en la taquilla del cine, se
encontraba un grupo de chicos que debían ser de fuera del pueblo ya
que no les sonaban a ninguna de nada. Alguno de los chicos del grupo
era realmente guapo. Se notaba que eran de fuera por las vestimentas.
Abrigos largos, algún sombrero negro con una pluma de colores
chillones y pantalones campana de colores, a juego con la pluma del
sombrero, era lo que más abundaba en el grupo de chicos. Las chicas
quedaron totalmente hipnotizadas por aquellos chicos y decidieron
acercarse.
Las chicas
decidieron optar por la táctica de “yo a ti te conozco” para
entrar al grupo de chicos. La táctica consistía en acercarse una y
hacer cómo que pasas por allí, buscando algo y acercarse así a los
chicos para de repente decirle a uno “yo a ti te conozco” ya lo
demás vendría rodado. Mal se tenía que dar para no entrar al cine
acompañadas esa tarde.
A pocos
metros de allí, en una esquina no muy frecuentada y poco iluminada.
Justo debajo del letrero de un bar e el que podía leerse “ chicas
aquí y ahora”. Un joven se debatía entre la vida y la muerte. Un
grupo de mal nacidos le habían pegado una paliza para robarle todo
el dinero que llevaba encima. Pudo oír mientras le pegaban algo
sobre ir al cine o algo así.
No costó
mucho que las chicas y los chicos se fueran mezclando. Tampoco costó
mucho que se fueran emparejando. La juventud es lo que tiene. Las
hormonas. El baile de las hormonas nunca para y menos con esas
edades. En la época, lo normal era que los chicos invitaran a las
chicas al cine. Ese día esa regla no existía. Cada uno acabó
pagándose lo suyo. A Dolores ese detalle no le gustó, sinceramente,
ni un pelo. Ella estaba acostumbrada a que los chicos la invitaran a
todo. Una vez incluso un chico del pueblo acabó limpiando la casa de
Dolores de arriba a bajo, con las esperanzas de que Dolores le diera
una cita. No lo consiguió finalmente, lo que si consiguió es que el
suelo de la casa quedase resplandeciente. Eso era lo que necesitaba
Dolores. Sin más empezó la película. Habían elegido una de
terror, así Dolores podía echarse encima de su acompañante si
fuese necesario. El acompañante, por su parte, encantado si eso
pasaba. Él se llamaba Juanjo, nacido en la capital, Madrid, de
estatura media y muy bien parecido. El único pero que Dolores le
ponía era una mancha en el cuello de nacimiento. Un antojo. La
mancha se asemejaba a una judía. Hubo pocas palabras entre ambos
durante la película. Alguna que otra mirada furtiva sí. Lo
interesante sucedió al salir del cine.
Ya en la
calle, se reunieron todas y todos ya que cada uno había elegido una
película distinta. No todos y todas buscaban lo mismo. Ya había
caído la noche y el frío se hacía notar, sobretodo en las mejillas
y en los dedos. Ahora el abrigo largo que llevaba Juanjo valía para
algo. Dolores, muerta de frío, se acercó a Juanjo.
-Podrías
arroparme con tu abrigo – dijo ella mientras se acercaba a él
mirándole fijamente a los ojos.
Juanjo no
dijo nada, sólo se quitó el abrigo y se puso por encima a Dolores.
Ella notó el calor de inmediato. Debía ser un abrigo con
calefacción cómo mínimo. En un intento por conectar más, Dolores
se echo, literalmente, encima de Juanjo. Por lo visto en toda la
tarde-noche, Juanjo era un hombre de pocas palabras. Lo fue durante
toda su vida con Dolores.
La relación
empezó mal, para qué engañarse. Al principio de la relación
Juanjo era autónomo. Dueño, a medias, de un bar de copas. Les iba
bien aunque las copas se las tomaba él más que los clientes y acabó
cerrando .Dejando atrás el sueño de ser su propio jefe. El carácter
de Juanjo no era fácil de llevar. Aguantaba poco que le mandaran.
Desde ahí fue todo de mal en peor. Encadenó varios trabajos
precarios seguidos. Peón de albañil, aprendiz de carpintería y un
largo etcétera de trabajos en los que ser puntúal, aseado y no
adicto al alcohol eran norma básica. Con lo cuál Juanjo era
despedido sin aguantar siquiera el periodo de prueba.
Con todo y
con eso la familia se adentraba en el maravilloso mundo de tener un
hijo pero sin trabajo estable ninguno de los dos. Él no tenía ganas
de trabajar y ella no podía. El pequeño Juanjo venía en camino.
Mal le iban a ir las cosas al chaval si su padre era Juanjo, un
alcohólico incapaz de cualquier cosa que no sea para beneficio
propio. Dolores eso lo sabía en sus adentros, pero no quería que su
hijo creciera sin padre. Fuese cómo fuese el padre. Ella sabía bien
lo que era eso.
La lluvia
seguía cayendo. Cada vez más violentamente, las gotas caían en el
saliente de la ventana y rebotaban el el cristal de la misma. Las
gotas más amargas no eran las de fuera, eran las de dentro, las que
pendían de sus ojos.
Dolores seguía
pensando en qué no fue buena idea dejar el pueblo para casarse y
formar una familia. La que tenía no era su idea de familia. Pero,
con quince años, su única idea era salir del pueblo. Le quemaba la
idea de cumplir más años entre animales y podredumbre. De su vida
entre vacas y ovejas. Ordeñar la mañana entera, comer en quince
minutos, y cuidar a los hijos de los ricos del pueblo toda la
tarde-noche. Y así todos los días de su vida y el futuro no
prometía ser mucho mejor. Así que decidió buscar empleo en la
ciudad. El resto ya lo sabéis.
El reloj del
salón sonó y el pequeño muñeco de futbolista salió de dentro del
reloj. Era el reloj favorito del pequeño Juanjo. Ya eran las doce de
la noche y aún Juanjo no había vuelto a casa. No sabía qué
versión de marido se encontraría hoy. El marido arrepentido de la
vida que están llevando los tres, el ogro o el violento capaz de
todo. La cerradura de la puerta comenzó a sonar. Ese sonido ya no lo
identificaba con un ladrón. Desde fuera alguien estaba intentando
meter la llave en la cerradura, sin éxito. Juanjo ya había llegado
y no en buen estado. La noche iba a ser larga.
Al fin Juanjo
entró en la casa. Hizo el movimiento de dejar las llaves en el
cenicero de la selección de fútbol que había junto a la puerta,
pero no acertó y las llaves fueron a parar al suelo.
-Ya has vuelto
a mover de sitio el puto cenicero- dijo Juanjo en un tono alto de voz
mientras se sacaba el poco trozo de camisa que aún llevaba por
dentro del pantalón. La borrachera que llevaba era evidente.
Casi por
instinto, Dolores cerró los ojos. La pesadilla tenía otro capitulo
y estaba escrito que ella era la protagonista.
-Me apetecen
unos huevos fritos- Acertó a decir Juanjo mientras se tiraba en el
sofá y encendía la televisión. Los zapatos de Juanjo volaron por
los aires.
-¡Juanjo!-
dijo ella con evidente miedo en la voz -Ya es un poco tarde para ver
la televisión y, además, tenemos que respetar las horas de sueño
del niño.
-¿El
maldito crío ese?-dice por fin, después de procesar mentalmente las
palabras- Qué se joda. Nadie respetaba mis horas de sueño y no he
salido tan mal, ¿A que no?
Dolores se
pensó la respuesta. Mucho. Pero no dijo nada. Hoy no era el día de
responder nada.
Pasaron
cinco minutos y cómo Juanjo se había medio dormido en el sofá se
olvidó de hacer la cena y se puso a doblar ropa. Casi tres metros
los separaban y el pequeño Juanjo dormía plácidamente en su
habitación, arropado con las sábanas de su equipo favorito. El
pequeño barreño verde dónde Dolores guardaba la ropa doblada cayó
al suelo y despertó a Juanjo.
-¿Y mis
huevos?- El enfado era evidente – Son más de las doce y media y yo
aún no he cenado nada- Se puso de pie, arrojó un cenicero que dio a
Dolores en plena frente.
La sangre
brotaba de la frente de Dolores. Caía igual que la idea de marcharse
de allí de inmediato.
Ya con el
estómago lleno Juanjo se fue a dormir, dejando a Dolores recogiendo
y fregando los cacharros. La decisión ella ya la tenía tomada.
Quizás desde el día que les dieron el piso. Juanjo se fue a
celebrarlo con sus amigos y dejó a Dolores sola en una casa vacía y
sin alma, cómo Juanjo. No aguantaba ni un minuto más al lado de
aquel ser tan despreciable.
Minutos
después, sin apenas hacer el mínimo ruido, estaba dejando una hoja
escrita a los pies de la cama del pequeño Juanjo y le besó
despacito en la frente. Abandonó la habitación entre lagrimas y
sigilo. Dio un último vistazo a la casa en la que fue feliz a ratos
y salió por la puerta. Cerró la puerta de la casa sin hacer ruido.
El ruido ya no cabía en su cabeza ni en ningún rincón de su
cuerpo.
Al día
siguiente el niño despertó muy temprano. Ya tenía la hora cogida
para ir al cole y para ver los dibujos también. Vio una hoja encima
de su cama y la cogió sin pensarlo. Era un niño muy curioso. Era la
inscripción para el equipo de fútbol del colegio. Firmada por el
entrenador del equipo, el presidente del club y su madre. El pequeño
Juanjo miraría un millón de veces más esa firma ya que era lo
último que tendría de su madre.
Si podéis/queréis dadme vuestra opinión por twitter @LilloATM